Testimonio

Mi vida hasta que dejé el juego

15 marzo 2024

Me he propuesto hacer un testimonio sobre mi vida con el juego, y la verdad es que me está resultando difícil empezar, a pesar de que han sido quince años los que he vivido por y para el juego en un destino que muchas veces he llegado a creer fatal e irreversible. Obviamente, este podría definirse como un testimonio “desde la otra cara del destino”, porque en la actualidad, para mi fortuna, así lo estoy experimentado.

Todo empezó a partir de la soledad, como forma de vida predominante inexorable que tal vez mi propia personalidad me labrara, pero que yo no sabía cómo superar. Tal vez el juego aprovechó mi impotencia de relación social para acercarse a mí y ofrecerme compañía y emoción, que sin duda eran mis grandes carencias por aquel entonces. Por ello, si tuviera que analizar los móviles de mi adicción al juego de azar, no dudaría que fue mi soledad la que me condujo al juego como factor principal.

Hace dieciséis años se me presentó una oportunidad de trabajar muy atractivo que me exigía abandonar mi ciudad, Valladolid, y no me lo planteé dos veces, porque prevaleció mi propensión a la independencia y a la libertad, sobre el dolor de mi desligamiento respecto de mi familia.

De esta forma me encuentro solo, empezando una vida en una ciudad nueva y desconocida para mí. Lo más lógico en aquella situación hubiera sido procurarme relaciones, entablar amistades. Pero, dada mi forma de ser, acomplejada, la única estrategia que se me ocurría era la de hacer amistadas fáciles en base de tener el bolsillo siempre a merced de cualquiera que estuviese dispuesto a tomar una copa conmigo, lo que, obviamente, duraba hasta mediados del mes, porque a partir de ahí, al no haber más dinero, no había más amigos.

Aquello me acarreaba mes tras mes una tensión tal, que lo poco que me quedaba, lo empleaba en jugar a las máquinas o en partidas de cartas en el bar, que dicho sea de paso, era el entorno natural de mis amistades.

Es en esta fase de mi vida en la que conozco a una mujer, Ana, que en estos momentos es mi esposa y mi único amor, aunque haya tardado quince años en darme cuenta de ello. Tras conocerla, pasé un período de tiempo estupendo junto a ella, pues entre otras cosas, me llegaba el dinero a final de mes, y encima lo disfrutaba, y no precisamente en las máquinas y en las partidas de cartas.

Sin embargo, duró poco tiempo aquella felicidad, ya que, aunque no sentía la necesidad de aquellas amistades fáciles, notaba en mi interior una especie de cosquilleo que me llamaba, una vez que dejaba a Ana, acudir un día tras otro a las citadas partidas de cartas.

El quebranto consiguiente en mi economía no tardó en presentarse, de modo que, siempre inclinado a acogerme a lo fácil, empecé con pequeñas cantidades de dinero, perteneciente a la empresa, ello hizo que me acostumbrara cada vez más al dinero fácil, y que de aquel modo me sintiera feliz. Y digo casi feliz porque contaba con salud y dinero, aunque fuera este de prestado, pero me faltaba redondear y consolidar el aspecto del amor a través de la dotación de hogar, que pude crear cuando le pedí a Ana que se casara conmigo.

Una vez casado, sólo me mantuve al margen del juego lo que duró estrictamente la luna de miel, ya que enseguida tenía que trabajar. También reanudé mis visitas a ese maldito bar con sus odiosas partidas de cartas. Partidas que, por otro lado, se iban haciendo cada vez de más envergadura, lo que me obligaba a incrementar el desvío de fondos de la empresa en mi favor, para, al final, descubrirse y ocurrir lo mejor que podía pasar, que me despidieran del trabajo.

El despido me hizo meditar, considerando el porqué, siendo “normal” o al menos por tal me tenía, podía haberme visto envuelto en aquella serie de acontecimientos en los que mis excesos con el juego habían repercutido tan seriamente en mi trabajo y en mi familia.

Y la conclusión que saqué fue que un lapsus lo tiene cualquiera. Tesis que avalaba el hecho de que al estar sin trabajo y carecer de dinero, la verdad es que ni me acordaba del juego.

Tras buscar empleo durante una temporada, al fin encontré uno que consistía en trabajar de comercial en una empresa de alimentación, lo que implicaba vender y a la vez cobrar facturas. Los siguientes hechos, creo que son fáciles de imaginar. Justo a la semana de empezar, me descubrieron en una falta de dinero, y así hasta cinco veces en el año que duré en dicha empresa.

Ahora analizando los hechos fríamente, con el paso del tiempo, y sobre todo con la objetividad que me proporciona la rehabilitación, puedo entender a aquellos comportamientos como resultado de una voracidad obsesiva con las máquinas, que llegaba a tal punto que hasta el dinero que me facilitaban en la empresa para comer cuando me desplazaba fuera de la ciudad con la misión de visitar clientes, no me alcanzaba ni para el desayuno.

Repasando aquellos lances, debo puntualizar que las cinco veces que me quedé con el dinero de la empresa, fueron mis padres los que, una tras otra, se fueron haciendo cargo de las sucesivas deudas, al tiempo que yo les prometía, y me prometía, a mi mismo, que sería la última vez.

No es de extrañar por ello, que mi situación de convivencia familiar y llegó a tal punto que mi mujer se sintiera impotente para manejarse en ella, pues había agotado ya todas las vías de solución, por lo cual, al entender que mi único o al menos principal amor era el juego, impuso una separación temporal.

Durante esa temporada, y arrastrando un estado anímico de fuerte depresión, vengo a Valladolid, con mis padres, con tal suerte, que a los veinte días encuentro trabajo fijo en una fábrica, y en la que me acomodo perfectamente, porque al no implicar contacto con el dinero, ya que la retribución es a través de nómina, por cierto, controlada por mis padres y no hay ninguna posibilidad de desvío hacia fines que no sean los normales.

Superada pues la humillación de mi retorno a Valladolid, mi siguiente meta fue buscarme una segunda ocupación para poder traerme a la familia, que estaba esperando acontecimientos.

Y efectivamente, encontré un nuevo trabajo, pero otra vez como comercial. Me lo pensé dos veces antes de decidirme, pero me dije a mí mismo que el pasado había sido un nubarrón pasajero en mi vida y que no debía condicionar mi futuro y en consecuencia acepté el trabajo. Pero en cuanto otra vez más me encontré en contacto directo con el dinero, pasó lo que tenía que pasar, y me vi de nuevo metido dentro de un mundo soñador y mentiroso cual es el del juego.

Aun así, tuve la audacia de traerme a mi mujer y mi hijo engañados. Y así pasaron tres años, aparentemente felices para mi mujer e hijo, porque no conocían la auténtica verdad, que era de mi exclusivo conocimiento.

Pero, también lo sabía, el momento fatídico tenía que llegar, y llegó, cuando la empresa descubrió el cuantioso desfalco que había ido originando.

Yo, viéndome con la soga al cuello, y sólo entonces, pedí comprensión a la empresa y a la familia alegando mi adicción al juego de azar, y para mi fortuna, la aceptaron, porque me permitieron seguir trabajando aún sin cobrar nada hasta que no liquidara la cuenta, y con la única condición de que, si volvía a pasar, no me perdonarían; y con tal condición continué trabajando.

Mi mujer, por otro lado, empezó a informarse de cómo podía ayudarme en mi ya oficial adicción al juego de azar, y así fue como dio con una Asociación a la que me obligó acudir con ella.

Yo en principio lo acepté, no teniendo muchas más alternativas, pero con todas las reservas del mundo, pues yo me decía que, pasado el verdadero sofoco para con la empresa y mi familia, aquello lo tenía superado.

Por lo cual, pasé por la Asociación de puntillas, y, para desgracia mía, sin hacer ningún caso de lo que acontecía alrededor dentro del grupo, lo que obviamente, propició que volviera a las andadas durante un largo año, tras el cual volvió otra vez a descubrirse todo, y ya naturalmente me encuentro procesado y pendiente de juicio.

Llegando a este punto, me convencí, casi a golpes, de que mi vida para el juego había llegado a su fin, puesto que había implicado una apuesta tan fuerte que había puesto en peligro todos mis más importantes y preciados valores, y no tenía ningún derecho a seguir destruyendo porque había destruido ya demasiado.

Ello fue lo que me hizo acordarme de la Asociación y volver a ella de nuevo, no sin fuertes sentimientos de culpa y gran temor a la reacción de la gente, pero mi sorpresa, en vez de encontrar reproches o rechazos, encontré comprensión y amistad, y ahora ya sí una amistad de verdad, ya no de pacotilla como las amistades que me granjeaban mediante el dinero años atrás.

Y sobre todo aclaración a mis dudas del porqué de mi adicción al juego, que yo antes no comprendía o no quería comprender.

Tras estos quince años azarosos años de mi vida, tan complejos para mí, llevo completa abstinencia del juego, y el cambio de mi vida es radical. He cambiado tanto que hasta mi mujer, después de este último envite al juego, me informó que no podía aguantar más, y que en este mes de julio nada más terminara nuestro hijo su colegio se separaría de mí definitivamente; siendo así que, por el contrario, me ha otorgado una oportunidad en vistas de mi comportamiento para con ella y para con el juego.

Sólo me queda pasar el último examen de mis peripecias con el juego, y es el juicio que tengo pendiente, y del que incluso, podría derivarse sentencia condenatoria con privación de libertad, pero hasta esa posibilidad de encarcelamiento, la asumo con entereza, dada la alta moral que me está confiriendo la rehabilitación, y el convencimiento de que lo más me importa, es continuar adelante con este proyecto de cambio y renacimiento que vengo experimentando felizmente desde hace tiempo.

Para finalizar, quiero agradecer la confianza y el apoyo a cuantas personas que me están ayudando en este renacer de cada día.

F. N.

¡La adicción al juego tiene solución!

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